La poesía me ha permitido vivir con dignidad

miércoles, 7 de abril de 2010

Escribir amor: en la sala de urgencias


En la sala de urgencias


Hay que decirlo
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No me quito de los oídos el ruido espantoso y disforme de la camilla que condujo a mi papá hace días hacia la sala de urgencias. Después de probar la incertidumbre que deja el hecho de no ser atendido en una y otra clínica, asumí con indiferencia su destino. ¡Tal vez se muera! –pensé-. Los hombrecillos de la ambulancia me miraban con algo de desprecio. Por esos instantes me parecí a Meursault, el héroe de la novela de Albert Camus “El Extranjero” aunque yo no recibiera telegramas que dijeran: “Su madre ha muerto. Entierro mañana”. Mi papá estaba vivo. Estaba delante de mí, y miraba para todos lados como avergonzado por lo que me estaba haciendo. Él sabe –más que ustedes- que viéndolo así me hacía daño. Tenía forrada la cara con mangueritas que le daban el oxigeno que sus pulmones ya no le proporcionan. Su tos sonaba como un tarro vacío. Y no me acostumbro a mirarle los ojos aplastados por la fiebre.

Me aparté de la cama en la habitación y fui al corredor. ¡No quiero que se muera! ¿Si esas telarañas de plástico dejan de tejer su respiración y no puede más? No es fácil aceptarlo. ¡Lo amo tanto! Desde niño lo he amado. A veces creo que él no sabe cuánto. Él me enseñó la solidaridad. La fuerza del cariño. La capacidad de ser justo. Me enseñó que en el mundo somos como un afilador dando vueltas y vueltas en un mismo pedal. De pronto mi mamá sienta celos pero no entiende que mi amor por ella es más que humano. Que la amo mil, como cuando era niño.

No quise rezar. Quise quedarme ahí, viendo la foto de mi mamá y mi hermana. Qué pensará de él ahora que no están juntos. Estoy seguro que sonríe y lo evoca con gracia. Sin resentimiento por lo que pasó entre ellos, que en realidad pasó entre nosotros cinco. Tomó desde muy joven. Fumó desde muy joven. Y fue bueno desde mucho antes de nacer. Tal vez por esa razón elemental mi mamá lo amó y lo siguió por sus molinos de viento, pues ese hombre que tosía desde adentro es un verdadero quijote. No es un hombre común, aunque la prensa no hable de él. Pero es la noticia de centro en los periódicos de parques, esquinas, cafeterías. Hasta las prostitutas con sus mil cuerpos y mil bocas lo quieren. Y no porque pague bien. Lo quieren porque las ha escuchado, porque las ha respetado. Eso aprendí también acampándolo a conocer los mundos paralelos y despreciados. Los lugares que a los pequeños burgueses causa miedo –eso sí, solo cuando van con sus esposas, porque al menor descuido pagan por la peca y hacen pecar por la paga-.
Enseguida llegaron Fabián y Daniela, mis dos hermanos. Fueron a verlo. Yo pasé de vez en vez y el médico olfateó mi desespero. Me llamó, y fuimos a su oficina. Hablamos sobre él y nosotros. Concluyó que la disgregación familiar lo ha llevado a esos laberintos. No lo creo aunque sea cierto. Repasé si había culpables: mi hermano lo quiere, mi hermana lo adora. Mi mamá lo perdonó hace mucho tiempo. Y yo solo escribo que es un buen hombre. De todos, el menos interesado en él soy yo. Pero quien más lo conoce soy yo.

Al día siguiente escribí este texto. Ellos en cambio lo visitaron. Mientras yo buscaba un título más creativo que este, Fabián debía estar sacándole sonrisas e inflándole otra vez los pulmones sin darse cuenta. Pero alguien tiene que tirar la basura o lavar los trastes, y yo enjabono con delicia esta proclama. Mi tía Gloria llegó después. No fue con el “mono” quien desde joven siente por mi papá un aprecio finísimo. Pero su llegada no me dio confianza porque cuando llega mucha gente es sinónimo de despedida. Una vez mi mamá sufrió un ataque que a la fecha no entiendo. Como en Aznavour (el cantante francés) la escena era lúgubre. Tenía pegado en las mejillas del frío de Asunción Silva. Pero siento que Dios ha estado de nuestro lado todo el tiempo. Finalmente se recuperó. Está de nuevo irradiando felicidad. En el barrio goza del afecto de todos, hasta de quienes le cobran el arriendo y cuando tarda, lo azotan todo el día.

Escribo esto porque tengo miedo de que deba hacerlo cuando ya no esté. No quiero repetir la historia de Héctor Abad. No obstante creo que seremos olvido, pero hay un punto en la memoria que se parece al rayo de Miguel Hernández, y no cesa. Yo veo en la historia de mi linda Jenniffer una elegía que me da vitalidad para querer. La vida es una vela y de pronto el tiempo la consume, o los vientos de la guerra la apagan a la fuerza. O alguien sin querer la tumba. O alguien sin dolor se la lleva para otro lugar a iluminar otras noches.

Mis padres tendrán que morirse algún día, y para entonces, quiero habérmeles adelantado.

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