La poesía me ha permitido vivir con dignidad

jueves, 2 de mayo de 2013

Escribir historias de vida (Arte, paz y vida)


Arte, paz y vida

Dulvis Estrada vivía desde 1975 en el corregimiento La Mesa, a 20 minutos de Valledupar, con sus 14 hermanos, todos nacidos del amor que fulgió entre don Carlos Estrada y Digna Gámez. Sus días transcurrían entre labores del campo, pues la casa de esta familia tenía un solar con gallinas, cerdos y conejos; cultivos de yuca, maíz y frijol.
Por aquella época se dedicaba a vender ropa, comestibles, arroz, aceite, camisas, bolsos, y otros artículos que traía desde la capital del Cesar. Era una vida tranquila, sin ambages ni excentricidades. Pero la incursión paramilitar acabó con la paz y asesinó a tiros la vida.
El 4 de mayo de 1990 fue asesinado José, uno de sus hermanos. Según cuenta Dulvis, “a él lo mataron en un negocio que teníamos. Por aquella época, La Mesa era invivible. Se volvieron frecuentes las amenazas, los asesinatos y las desapariciones. Allá mandaba alias “Cucú”. Él decidía si la gente podía entrar o salir. Después de las 6 de la tarde no podía haber nadie por fuera”. La estirpe de los Estrada Gámez sobrevivió al dolor que produjo la ausencia de José. Así continuaron en La Mesa y Dulvis en sus actividades comunes.
Un día de 1993 el amor subió por las aguas del río Badillo hasta encontrarla: se enamoró de un obrero que trabajaba en las minas de iraca. De este furtivo romance nació Lizeth Andreina, su única hija, quien talló una nueva esperanza en la vida de la familia, sobre todo en la de doña Digna que aún no superaba la muerte de José. Pero como si Heráclito vigilara su amorío, no permitió que aquellos besos se bañaran dos veces en las aguas del mismo río. De aquel hombre ella no supo más. Solo quedaron sus ojos grabados en la mirada de Lizeth.
Una década después, en febrero de 2003, los paramilitares volvieron a atacar: desaparecieron y mataron a otro de sus hermanos. “A Leonardo lo desparecieron el 10 de febrero y lo encontramos muerto a los 18 días en Codazzi (Cesar). El mismo día que lo encontramos nos dijeron que teníamos 24 horas para abandonar La Mesa”, dice.
A las 10 de la mañana del 28 de febrero, los miembros de la familia Estrada Gámez huyeron hacia Valledupar a bordo de un camión Chevrolet 600 que venía de La Sierra; y se instalaron en la casa de los abuelos paternos, ubicada en el barrio Candelaria, al sur de la ciudad: “Nuestra llegada a Valledupar fue muy dura. Casi un año duramos sin salir a la calle por temor a que esa gente nos hiciera daño. Incluso una de mis hermanas que había estudiado estética, dejó de trabajar por el miedo que nos daba”, cuenta Dulvis.
Pasaron algunos meses, hasta que en agosto de ese año se atrevió a seguir su vida normalmente. Trabajó en Electricaribe, pero a los 6 meses renunció, pues un día de comisión por el barrio Nevada, unos hombres le dijeron que se fuera. Sin embargo, Dulvis no quiso quedarse como el camarón que se duerme y se lo lleva la corriente, según reza este refrán Cesariense, y con Lorena, una de sus hermanas reinició la venta de mercancía por las calles de Valledupar.
Así pasaron los días y los meses, hasta que conoció a don Sixto, un vallenato puro que le enseñó a fabricar artesanías. Ella comenzó a reciclar pedazos de madera y tablas de camas viejas, que luego pulía y calaba con herramientas que él le prestaba. Poco a poco aprendió a tallar y a pulir, hasta volverse experta en el arte de las manualidades y a fabricar llaveros, colgadores, portarretratos, entre otras tantas artesanías, en su casa de Valledupar, junto a otras mujeres, hombres y jóvenes víctimas del conflicto armado.
-No es un proceso fácil- dice. Sin embargo, esto le ha permitido combinar el arte con la paz y la vida, pues cada parte del proceso tiene su encanto: después de comprar retales en los aserraderos, se dispone a calar, pulir, cepillar y tallar sus artesanías. Prepara la pintura, ojalá roja, su color favorito, y el esmalte. Entonces, empieza a construir pequeños universos de madera cuyo proceso termina cuando graba con el lápiz eléctrico nombres sobre estas piezas artesanales y las cubre con plástico adherente. No cabe duda que Dulvis es como las palmeras del litoral que enfrentan las tormentas y no se quiebran.
Con esta labor artesanal ella volvió a consentir la idea de vivir. Fue alternándola con la actividad social: se vinculó a las mesas transicionales de víctimas y fundó en 2007 la Asociación Paz y Vida, que con ayuda del SENA capacita a personas en diferentes oficios como panadería, artesanías, peluquería, etc.: “Le pusimos así porque era como reivindicar un sentimiento. Cuando uno siente paz, tiene vida, y uno aprende a recordar sin dolor”, dice.
Con el tiempo pudo exhibir y vender sus productos de manera informal en esquinas, estantes improvisados y ferias. “Abril es para nosotros la mejor época pues es cuando se realiza el festival vallenato y vienen muchos turistas”, dice la mujer que ha sabido replicar en pequeña escala, cajas, guacharacas, pilones y otros instrumentos propios de la cultura musical del Cesar.
El panorama para Dulvis ha mejorado: con un nombre simple y muy expresivo, “Artesanías vallenatas”, el negocio familiar del que también participan mujeres y hombres vulnerables, va creciendo. “Al día hacemos más o menos 30 artesanías pequeñas y unas 15 de las grandes. Me da mucha alegría que mi hija Lizeth también me ayuda”, cuenta con orgullo Dulvis.
Lizeth tiene 20 años, y cursa séptimo semestre de sociología en la Universidad Popular de Valledupar. Gracias al buen desempeño académico le ha hecho más liviana la carga económica de los estudios, pues solo paga 200 mil pesos por semestre. Como su madre, también canta y participa activamente de las actividades culturales de Valledupar.
A comienzos de 2013, aconsejada por el personero de Valledupar que conocía su trabajo social en Paz y Vida, Dulvis decidió hacer la declaración y salió incluida en el Registro Único de Víctimas. Pronto recibirá su indemnización, con lo cual mejorará el negocio y abrirá más mercados.
Hoy, con 56 años sueña que a su departamento llegue la paz; mientras tanto, se prepara para un próximo día de trabajo artesanal que consiste en convertir retales, palos de escobas y otros desperdicios de madera, sucios y polvorientos, en hermosas artesanías.
A la hora de pulir y hacer los últimos retoques, Dulvis deja correr su voz como los arroyuelos de su natal San Juan en La Guajira y canta estribillos de Río Badillo, la canción del compositor vallenato Octavio Mesa, que han hecho célebre, Claudia de Colombia y los hermanos Zuleta, entre otros: “Oye el cantar de los campesinos, mira el turpial haciendo su nido. Mira aquella mariposa como juguetea a la orilla del rio, pero muéstrame una cosa que sea más hermosa que el cariño mío”.

martes, 30 de abril de 2013

Escribir historias de vida




En Barranquilla, una mujer hizo de la bisutería una forma de vivir


Rocío Maribel Castillo, oriunda de Aracataca, es alegre, tierna y echada pa’lante. Cuatro décadas adornan su piel y cuando sonríe se alegra la costa Atlántica y reviven las mariposas de Macondo. Su imaginación se pasea por semillas de tagua, bombón, totumo, asaí, camajuro, coco y caracoles, para crear collares, aretes y otros adornos propios del arte de la bisutería. Su vida, como la de muchas mujeres en Colombia, la ha dedicado a la fantasía elaborada con hilos de colores, cueros y cadenas niqueladas.
Todos los días, a las cinco de la mañana, la alborada despierta su imaginación y sus manos comienzan a traducir sus ideas a obras de arte, que le hacen olvidar, al menos por instantes, la desaparición de su esposo, quien hizo parte de ese cruel tributo que exigió la guerra ilegal el 14 de marzo del 2003 en Retén (Magdalena), cuando él y dos personas fueron interceptadas por hombres al mando de alias ‘Maycol’ y de alias ‘Tijeras’, pertenecientes al bloque paramilitar que dirigía “Jorge 40”, que, sin mediar palabras, los desaparecieron.
Aquí comenzó su angustia, que se incrementó días después, cuando en diferentes sitios aparecieron muertos los dos hombres que acompañaban a su marido, sin que hubiera rastro de su esposo. “¿Estará vivo?”, se preguntaba con insistencia Rocío hasta el día en que alias “Maycol” confesó que lo había asesinado. “El abogado de Justicia y Paz me dijo que fuera a la cárcel donde estaba recluido el paramilitar, pues él me diría el paradero del cadáver de mi esposo… a mí me dio miedo ir”, cuenta Rocío.
Con sus tres hijos, Freider, Maicol y Yeryuri Paola, se fue a Barranquilla huyéndole al miedo que reinaba en Aracataca. Tomó una casa en arriendo en el barrio Rosario, un sector moderado de la capital del Atlántico. Allí se ganó la vida con la venta de minutos y con el servicio de fotocopiadora. El 2004 fue para ella y su familia un año opaco: con dos yines y dos blusas caminaba por la Arenosa sin rumbo fijo.
Sin embargo, con ayuda del USAID compró una vitrina y la llenó con diferentes productos; empezó a recuperar la vitalidad que caracteriza su raza negra y declaró la desaparición del esposo. Rocío volvió a sonreír y su belleza, igual de mágica a la Remedios de Gabriel García Márquez, resplandeció.

Con algunos ahorros le pagó a su hija menor un curso de bisutería, con el que la joven se hizo experta en la fabricación de collares, llaveros, anillos y otras artesanías. “Yeryuri siempre me regalaba una de sus creaciones, pero poco me duraban pues la primera amiga que encontraba se antojaba de ellas. De aquí nació la idea de dedicarme a esto; inicié los cursos y le metí la ficha”, afirma. En poco tiempo, se volvió tan experta como Yeryuri.
Ahora, con una sonrisa más alegre, ingresó a un programa de Pastoral Social, en el que aprendió más técnicas; también dictó clases a otras mujeres con las que compartía historias similares, ya fuera por el conflicto o por las inclemencias de la pobreza. “Lo hice con amor. Vi en este trabajo una manera de vivir y de ayudar a que otras mujeres aprendieran y sacaran sus hogares adelante”, dice Rocío, quien luego montó negocio propio en la sala de la casa al que bautizó: Artesanías de Rochi. Desde allí, esta mujer, nacida en el gran Macondo, empezó a crear nuevas historias y más coloridas que las del 2003.
La vida quiso golpearla otra vez, pero no pudo. Rocío venció en el 2010 un cáncer de útero, enfermedad que aquel año le trajo muchas dificultades económicas. No obstante, en el 2011, llegaron nuevas alegrías, pues recibió 11 millones como parte de la reparación administrativa a la que tiene derecho. Con este dinero pudo pagar el arriendo atrasado y comprar material para seguir fabricando los productos que le han devuelto la vida en los últimos cuatro años.
Hoy, madre e hija fabrican alrededor de 36 artesanías diarias, que Rocío empaca en el bolso y sale a vender. No es raro ver a las mujeres de la Unidad para las Víctimas en Barranquilla lucir anillos en totumo, collares en cuero resinado, cadenas niqueladas con hermosas piedras de tonga o flores de palma de iraca en el centro del pecho hechos por ella.
De sus ganancias aún guarda una parte del dinero con el sueño de poder hacerse a un plan de vivienda en Barranquilla, también mejorar el negocio, y darles a sus hijos, como lo sugirió Gabo al recibir el premio Nobel en 1982: “Por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Escribir historias de vida


Nocaut al dolor

Para Jovanys Mena, la reparación económica no lo es todo: “La plata puede acabarse. Es muy bueno que podamos por medio de la Unidad para las Víctimas recuperar a los jóvenes”.
Uno creería que las historias de boxeadores están en los cuadriláteros, como la de los ciclistas en el lomo de su bicicleta, pero la del púgil Jovanys Mena Mosquera transcurre todos los días a lo largo y ancho del golfo de Urabá, entre bananeras, polvaredas, huidas y esperanzas.

Este exponente del deporte de las ‘narices chatas’, que en la piel lleva la impronta de la raza chocoana y en su voz, ese altanero y cariñoso acento antioqueño, nació en Istmina, municipio del sur de Chocó, a 75 kilómetros de Quibdó, pero fue registrado en Turbo (Antioquia), donde el mar Pacífico tiene su parque de arena y rocas. Parte de la infancia la vivió en la zona rural de este municipio, donde su padre, Froilán Mena, era capataz de la finca La Manada, y su madre, doña Mirna Mosquera, hacía los cuidados de la casa hasta que a finales de 1987 el conflicto armado en esta región, que curtió todos los caminos, empujó a sus padres, a sus nueve hermanos y a él a un largo exilio.
Casi errantes, pero orientados por la esperanza de salir adelante, la familia Mena Mosquera regresó a su lugar de origen, motivada por las convicciones religiosas de sus padres, influenciados fuertemente por la fe evangélica; aunque cuatro años después, trastearon sus ilusiones a Carepa (Antioquia), pese a las inestables condiciones de orden público, pero animados por la prometedora economía de Urabá que es tan poderosa como el acechante fenómeno de la violencia. En esos tiempos –más aciagos que los actuales– su padre siempre se despedía para ir a trabajar como si fuera el último adiós.
Él y sus hermanos siguieron estudiando en escuelas rurales, aunque cada trayecto de ida y vuelta era siempre incierto. “Uno salía del colegio rogando a Dios llegar sano y salvo a la casa. En ese entonces opté por meterme al deporte. Y ahí vi una solución mucho más llevadera para mantenerme, disculpe la expresión, dopado de la realidad que se vivía”.
Inspirado en Mike Tayson y en boxeadores colombianos como Miguel “el Happy” Lora y Antonio Cervantes “Kid Pambelé”, inició la intrépida aventura del boxeo con el que ha podido vencer al dolor por más de 17 años, en el ring y fuera de él. “Ellos me inspiraron, sobre todo porque en ellos veía las ganas de salir adelante para poder sacar a mi familia de esta región”, cuenta Jovanys al tiempo que recuerda sus primeros entrenamientos: “En esa época que era deportista –dice– me levantaba a las cuatro de la mañana a entrenar por las fincas, por las carreteras, y muchas veces me caía, y cuando iba a mirar me había tropezado con un cadáver”, dice. Por fortuna fue becado gracias a la intervención del rector de la escuela. Se trasladó a Apartadó, donde hizo del Internado Hogar del Campesino su casa.
Mientras tanto el conflicto cosechaba en toda la región. Pero, ¿qué pueden hacer las personas cuando esto se vuelve cotidiano? ¿huir? ¿quedarse? Los Mena Mosquera prefirieron la segunda opción, que debió ser la primera y la única. Gracias a un préstamo compraron casa en el corregimiento Zungo Embarcadero de Carepa. “Otra vez en la escuela, nos tocaba ir desde Zungo, a las cuatro de la madrugada, y en diferentes ocasiones vimos cómo paraban los camiones y cómo los grupos al margen de la ley, con lista en mano, acribillaban a las personas”.
Hasta ese momento, la familia Mena Mosquera vivía una situación similar a la de otras familias que padecían indirectamente el conflicto. Pero esto cambió cuando José Luis, el hermano mayor, ingresó al Ejército. “Desde ahí empezó la catástrofe en mi familia. Yo ya no pude volver a visitar a mis padres en la vereda, porque supuestamente mi hermano había ido a prestar servicio militar”.
Cuando el hijo mayor de esta estirpe chocoana terminó su tránsito por las armas, al parecer la normalidad retornó: “Él se vino a Apartadó y mis padres alquilaron casa en Carepa”. Incluso, cuenta Jovanys, que él boxeó con José Luis en algunas ocasiones en las que demostró que también tenía talento para defenderse en las cuerdas. Su relación fraternal había superado la elemental asociación genealógica y filial: eran amigos. “Me gustaba salir con él a muchos lugares, pues me sentía protegido porque él era de una contextura robusta, inspiraba respeto, pero también una profunda ternura”.
Por esos años, Jovanys seguía derribando competidores. Ya había sido campeón nacional cinco veces y, antes de enfrentarse al peor de sus rivales, era considerado el mejor deportista en la región de Urabá. Gracias a su dedicación integró la selección de Antioquia y luego, la selección Nacional. El boxeo lo formó y, como él mismo dice, lo hizo mejor persona; tanto así que atribuye a este deporte el poder de un bálsamo que cura el alma, razón que también responde el por qué en la región de Urabá los muchachos son buenos en esa disciplina deportiva. “Teníamos mucha rabia por dentro y teníamos que golpear algo. Y qué más sano que ir a golpear un saco, entrenar, prepararse, porque además de la parte deportiva está la parte de respeto al prójimo, el respeto a las decisiones y a las reglas”.
Pero el sábado 12 de agosto de 1995, un gancho letal y despiadado subió desde el infierno y lo derribó: los que llamaban “traidor” a José Luis fueron a matarlo y a sentenciar a toda esta familia para que se fuera de Urabá. La muerte de su hermano lo tiró a la esquina del peor cuadrilátero de su vida: el de la impotencia y el dolor. Ahí estaba él, solo sostenido por las cuerdas o mejor de los lazos de amor fraternal hacia José Luis; el mismo con quien, siendo niños, esperaban a que todos en la mesa terminaran y a que su madre guardara la comida de la cena para ir a saquearla toda, aun a riesgo de que al enterarse, el castigo de doña Mirna no se hiciera esperar.
Esa noche no hubo árbitro, jueces, ni campanas. Solo la muerte golpeando duro y dejando preguntas: ¿Por qué aquello que debe causar felicidad termina dejándonos tristes? Ese mismo sábado, Jovanys llegaba de Cartagena con el título de campeón nacional de boxeo en la categoría juvenil: “Me duché y me fui a dar vueltas con unos compañeros en el parque. Salí como a las seis y media de la tarde del hogar, cuando me dijeron que a mi hermano lo habían matado”.
Esa misma noche, en que el cielo estiró sobre Apartadó su manto fúnebre, enterraron a José Luis y huyeron nuevamente hacia el Chocó, sin que Jovanys pudiera ver el rostro por última vez de su gigante hermano, de su cómplice de travesuras, de su amigo. Sola quedó también la casa en Carepa, porque Jovanys, a pesar de que decidió quedarse, siguió pernoctando en el Hogar juvenil Campesino. “Yo me quedé aquí. Claro que por resultados deportivos me mandaron para Medellín. Hice cursos de locución, expresión oral positiva y fui maestro de ceremonia hasta que pude estudiar Técnica en Comunicación Social, en la Academia de Expresión La Palabra. Después complementé con la parte deportiva: estuve en dos selecciones preolímpicas y empecé a visitar otras culturas”, comenta.
A pesar de perder a José Luis, el round más duro en el combate de su vida, la campana nunca anunció su fatídico final. No pudo la muerte llegar a diez en su conteo, cuando Jovanys se levantó, y con más ímpetu continuó en el boxeo hasta cumplir 17 años, noqueando rivales, soportando golpes y raspaduras, sin perder nunca un sueño: regresar a Urabá y aportar sus conocimientos e ideas para salvar a los jóvenes de la región. “A los jóvenes nos tocaba elegir entre el camino del rencor y el de la esperanza; muchos se metieron al canto, otros al deporte como yo”.
Motivado por esto se subió a un ring por última vez, en junio de 2002, en la ciudad de Pasto; luego se dedicó a entrenar jóvenes en Envigado. No obstante, algo faltaba. Pensó que la solución estaba en hacer eventos deportivos en Apartadó; entonces llevó a grandes boxeadores de Estados Unidos, sin completar sus expectativas. “Hacía lo que hace cualquier empresario, pero no llegaba a la población objetivo, en la que estaban los niños, que por situaciones de desplazamiento y pobreza no podían acceder a esos sitios”.
Se bajó del cuadrilátero para iniciar una bonita historia. Empezó a trabajar en programas sociales para brindar orientación a los jóvenes y ayudar a evitar que cayeran en el abandono. Para estos fines buscó apoyo del Estado y del sector privado. De un momento a otro, el excampeón suramericano y nacional de boxeo decidió dedicar sus días a salvar jóvenes de las fauces del conflicto.
En este contexto nació Recreando Urabá, una fundación que contribuye a que los jóvenes encuentren mejores opciones de vida. Allí, Jovanys Mena lidera actividades sociales y deportivas en los 14 municipios que conforman el Urabá antioqueño. “A mí me motivaron muchas cosas, pero en especial el poder superar las secuelas irreparables que dejó la violencia aquí en la región, sobre todo a los niños y a los jóvenes que tuvieron que criarse sin el papá o sin los hermanos”. Mientras nos cuenta la historia de la fundación, tararea el himno:
Emoción, más educación, con motivación:
Más que una fundación, es por mi región,
Oye esta canción, con recreación,
Más que una fundación.
En Recreando Urabá se recuperan espacios de tejido social. Actualmente, trabaja con seis líneas de atención, de acuerdo con las necesidades de la comunidad: deporte, recreación, cultura, medio ambiente, salud y belleza. Allí llegan niños y jóvenes que pueden divertirse, y, lo mejor, también se integran los padres. “Queremos que Recreando Urabá sea en el 2020 una de las fundaciones que más aporte a la reconstrucción del tejido social en la que los jóvenes le digan NO a la violencia”, asegura Jovanys que sigue tarareando la canción:
Vamos recreando Urabá,
Muchachos ven acá,
Ven a participar:
¡LUCHEMOS POR LA PAZ!
Como todo tiene una motivación en la vida, la de este joven de 36 años es una especie de recompensa por lo que una vez hicieron con él, pues considera que si no hubiese sido por el deporte tal vez no estaría contando esta historia, y su nombre solo aparecería en los millones de epitafios que ha dejado el conflicto en Colombia. “De alguna manera estoy contribuyendo a eso que a mí me salvó en épocas pasadas”, afirma.
Poco a poco el grupo fue creciendo, y gracias a la aceptación, empezaron a conquistar otros lugares. Con una estrategia clara de no pelear con la delincuencia y, en cambio, aportar a la paz, la Fundación Recreando Urabá se dedica a entregar un mensaje de esperanza que ha tenido el apoyo de pastorales, psicólogos, profesionales de diferentes áreas y la fuerza pública.
Pa’ que la maldad se corte,
Mi reporte, y es que no soy un resorte,
Y esto es fuerte, y con música y deporte como mente,
Esto disminuye muertes…
Un evento le cuesta a la Fundación alrededor de cinco millones, dinero que Jovanys consigue a toda costa visitando el comercio entero. “Estas actividades sociales sí me satisfacen porque estoy haciendo lo que quise hacer siempre, y sé que con el apoyo del Estado podremos hacer mucho más”. En la actualidad, Recreando Urabá realiza jornadas hasta con 60 odontólogos y con un mínimo de 200 personas, entre artistas y profesionales de distintas áreas. Sus actividades se han realizado cada quince días, pero la meta es poder hacerlo cada ocho días.
Con el pueblo,
En pro del desarrollo,
Con tu apoyo, los chicos salen del boyo,
No me atollo. En esto me desenrollo…
Hoy, con 36 años, Jovanys ve realizado parte de su sueño. A diferencia de otros tiempos, ahora en la región de Urabá se está viviendo un panorama de tranquilidad: los niños salen sin tanto temor y los habitantes anhelan que continúe así para que los vientos que golpean las casas solo sean aquellos provenientes del mar Pacífico.
Ya verá, ríe la comunidad de Urabá para conocerla más,
Conexión, vida y recreación,
La función: levantar esta región.
Pico y placa: ahora que esto se destaca,
Y sin plata cada loro en su estaca…
A veces Jovanys deja de lado este arduo trabajo, entonces prende su portátil y se dedica a jugar Solitario o se va a una cancha a jugar baloncesto. Sueña con tener un hijo y un buen hogar. “Quiero tener una vejez tranquila y que la Fundación esté en otros departamentos; que sea la comunidad la dueña de estos espacios, que cada habitante se adueñe de ella”.
Con razón se creó esta Fundación,
Con eventos, el pueblo está muy contento,
Restricción: no se permite licor,
Con salud llevando a la juventud que con Jesús Urabá tiene su luz…
Después de su carrera en el boxeo, después de acariciar los triunfos, después de huir, de volver, de soñar y llorar con la misma fuerza, Jovanys sigue su paso, se encuentra con un amigo por las empolvadas calles de Nueva Colonia (corregimiento de Turbo), lo abraza: es un abrazo sincero. Tomamos el microbús que nos llevará otra vez a Apartadó. Ahora él en el costado derecho del carro y yo, viéndolo de reojo. Sonríe. A pesar de que en el ring soportó muchos golpes, el boxeo lo salvó de otros que lo estaban matando.

Escribir historias de vida



Mujeres, se puede!


Aunque no ha recibido su reparación, Angélica Bello le apuesta a la participación de las víctimas y trabaja por los derechos de las mujeres.
La hija de María del Carmen Agudelo y de Luis Eduardo Bello nunca pensó que dedicaría su juventud y buena parte de la vida a la defensa de los derechos humanos. Con 45 años, tres hermosas hijas y un hijo varón a quien define como “el hombre de su vida”, Angélica Bello Agudelo ha sido creadora de experiencias loables, donde la vida y la muerte han caminado por la misma acera, y cuyas sombras, a veces toman el color dorado del mar en las tardes, y a veces, de las oscuras soledades que suelen acompañarla en Bogotá.

Su vida está inspirada en la defensa de los derechos, sobre todo de aquellas mujeres abusadas sexualmente y que han sufrido acceso carnal violento, como ella misma lo vivió en la capital del país un día del año 2009, que no merece ser mencionado, para no volverlo una efeméride humillante.

El drama de esta mujer inició hacia 1999 en el Casanare, cuando los paramilitares arrebataron a sus dos hijas, de apenas 12 y 15 años. Pero, no pasaron más de 20 días para recuperarlas, y quedar desde entonces, en la lista negra de estos grupos armados. Angélica huyó a Villavicencio de donde también debió salir por cuenta de las crecientes amenazas. Desde entonces viene librando una batalla sin cuartel contra el reclutamiento de menores, junto a la defensa de las mujeres víctimas, que en Colombia, según ella, ascienden al sesenta por ciento. En su lucha, ha sido clave el apoyo de la Defensoría encargada de asuntos para la mujer, la niñez y la adolescencia.
La Fundación Nacional Defensora de los Derechos Humanos de Mujer (FUNDHEFEM), organización que ella inició en 2006, protege los derechos de las mujeres víctimas, no solo en el marco del conflicto armado, sino por otras intolerancias. En la actualidad, trabaja con más de 350 mujeres. Sus ojos se deshielan cuando recuerda los casos de niños que han nacido víctimas de violaciones, cuyas madres suelen ver en ellos a sus victimarios, pero no pierde la Fe de que el Gobierno diseñe y ejecute mecanismos para la reconstrucción de estas vidas y de este modo, evite que vuelvan a ocurrir casos de mujeres que llegan a sentir odio por sus hijos.

Sueña con que más mujeres víctimas del maltrato sean tenidas en cuenta y puedan rehacer sus proyectos. Sonríe y narra la noche en que fue de rumba acompañada de varias mujeres víctimas, no propiamente por el conflicto, sino por ataque con ácido o violentada en el seno familiar, entre tantos otros daños. –“Un día pensé que debíamos olvidarnos de todo. Entonces les propuse a las chicas irnos de rumba. Cuando entramos en la taberna, nos miraron como bichos raros, el hombre del mostrador no nos quería vender. Me le acerqué y le dije que le íbamos a pagar…” Esa noche terminaron bailando hasta en las mesas, en la pista y en el tubo.

El camino no ha sido fácil. Pero, recientemente, vivió una de sus más grandes experiencias. El destino la puso en el tercer Comité Ejecutivo creado por la Ley 1448 (Ley de Víctimas y Restitución de Tierras) que se llevó a cabo el miércoles, 9 de enero de 2013 en Casa de Nariño.
Su llegada tuvo dos razones que vale la pena destacar: primero, venía trabajando en procesos con víctimas del conflicto, con especial atención en enfoque diferencial. Ya había sido elegida el 16 de octubre de 2012 como delegada en la Mesa Nacional de Víctimas que se elegiría a finales de ese mes; pero al advertir que dentro de los hechos victimizantes estaba la categoría de violencia sexual, decidió postularse.Un papel con su nombre salió de la bolsa en aquel sorteo que bien recuerda, porque soñaba con el momento de hacer parte de un espacio de participación donde pudiera expresar sus ideas, sin miedo ni vergüenza.

La segunda razón fue motivada por la directora General de la Unidad para las Víctimas, Paula Gaviria Betancur, quien consideró que la presencia de dos víctimas en aquel Comité sería trascendental, sin que hasta el momento se decidiera que esas dos personas iban a ser, Débora Barros y Angélica Bello. Juntándose el destino y estas dos fuertes razones, llegó el miércoles, donde, como ningún otro día, Angélica cumplió un sueño: hacer historia. No consentía aún la idea de que una mujer, sobreviviente de la Unión Patriótica, estuviera interviniendo en una decisión histórica frente al Presidente de la República sin menosprecio de su pasado ni exclusión alguna.

Consciente de que la Ley tiene puntos que merecen todo el análisis, Angélica reconoce en este gobierno el coraje de aceptar que en Colombia sobreviven cerca de 5 millones de víctimas y que hay un conflicto interno. En este reconocimiento sobresale el hecho de que el Estado coloque todo su andamiaje para iniciar un proceso de reparación integral que durará más de una década.
Su llamado dentro del Comité fue claro: “Las víctimas necesitan atención sicosocial”. Valora el trabajo que realiza el Ministerio de Protección Social, al tiempo que propone ser cuidadosos
con el enfoque diferencial, en relación con la mujer afro, indígena, negra, raizal, Rrom, palanquera, campesina, rural y citadina. 
El Comité dejó para Angélica buenas cosas, pues el Primer Mandatario se comprometió con permanecer atento a sus ideas en todo el proceso y pidió que su participación fuera constante.

Otra virtud la acompaña: no mezcla su vida personal con el trabajo de lideresa. A pesar de las amenazas que reciben sus hijas, y los hechos dolorosos de un 25 de noviembre cuando una de ellas fue golpeada brutalmente en sur de Bogotá, no aboga por su protección, lo cual le ha costado tolerar constantes reclamos de familiares. Recuerda una frase que le dicen mucho: -“mamá, eres candil de la calle, oscuridad de la casa”.

Aunque abandonó sus estudios de derecho en 1989 por el ideario de la revolución, volvió a las aulas en el año 2000, estudiando Administración Pública. En aquella ocasión no la detuvo el viento que arrastraba su corazón hacia el monte, sino la falta de recursos. Sin embargo, con el coraje que heredó de su madre, una valluna, que como ella misma dice, “tiene barriga paisa” siguió adelante con la confección, arte que disfruta desde la niñez, pero que también fue truncado por persecuciones y amenazas. “Lo de confección ha sido siempre mi trabajo de pronto porque mi mamá era modista, y siempre me gustó fregar con la ropa, con los pantalones, meterles parches. Entonces siempre fue como algo que lo hice como por Hobby. Y gracias a Dios es lo que me ha dado para sostener a mi familia. Hasta mi hijo sabe cocer”, sostiene.

Después de bordar con llanto parte de su pasado, Angélica nos cuenta sus sueños. Con cierto escepticismo, aún cree que la paz llegará y cesarán los atropellos. – Aspiro a que dentro de este proceso que se da, y con los pilotajes que hemos tenido, formemos mujeres que asuman este liderazgo. Quiero ser para esas mujeres como quien organiza una marcha para exigir derechos. Y tiempla la voz para decir: “¡Mujeres, se puede; con miedo, pero se puede!”.

Quizás piensa esto, porque anhela el día en que deje a un lado –no del todo- el diario vivir de la lucha, para dedicarse a escribir en algunas páginas el anecdotario de su vida, donde cuente cómo entregó la juventud y hasta sus sentimientos por una causa justa. Quiere que, de su aventura sean cómplices, una finca pequeña y el mar. –Sueño con escribir mi libro, en una casita pequeña, y que cada ocho días vengan a visitarme mis nietos.

Angélica es una mujer con criterio que no calla ante nadie sus pensamientos, pero que reconoce la labor del gobierno en el marco de esta reparación a las víctimas. Cuando cuestiona, también propone. Por ejemplo, considera oportuno que paralelamente a la atención sicosocial, el Estado articule acciones con todas las instituciones para que las víctimas gocen plenamente sus derechos. En ese sentido, propone que a las mujeres víctimas del conflicto se les permita alcanzar formación profesional y empleos dignos.

Cabe resaltar que la vida de Angélica está llena de curiosidades. En el esquema de seguridad, que forma parte de medidas cautelares otorgadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos debido a su constante exposición a amenazas y atentados, hay dos hombres de origen costeño, también víctimas del conflicto, esposos de dos mujeres que integran Fundhefem, hecho que simboliza el amor que siente por su trabajo. “Sus gorilas”, como acostumbra llamarlos, representan para ella otra virtud de las víctimas; es decir, la fuerza con que asumen sus vidas. Son ejemplo de ganas de vivir que no solo esperan la ayuda humanitaria, sino que buscan los medios para salir adelante y construir con esfuerzo el siguiente día.

Pero no todo es trabajo en su vida. Esta llanera suele dedicar largas horas a la lectura. Pasa por Isabel Allende y vuelve al anecdotario de Pablo Coelho. De García Márquez solo comparte el reflejo de la costa en sus historias. Sus días transcurren entre la presión de los procesos, el miedo por las amenazas y la paz espiritual. Quizás por eso, hay días en que solo se levanta de la cama para ir al baño; regresa, enciende el televisor y se desconecta del mundo.

Su trabajo de liderazgo es honesto y comprometido, tanto así que cuando salieron las primeras cartillas sobre Ley de Víctimas, personalmente recorrió buena parte del país, entregando en personerías y defensorías el instrumento jurídico con el cual, Colombia empezaría a hacer historia. Asimismo, considera que el epicentro de todo es retomar el proyecto de vida que cada mujer tenía antes de ser víctima. –Esta es una Ley de retos- sostiene mientras toma el café.

Lo siguiente en la vida de Angélica Bello está por construirse. Un día la veremos frente al mar escribiendo su libro. Mientras tanto, continúa tomando su café y tarareando las canciones de Silvio Rodríguez.