La poesía me ha permitido vivir con dignidad

miércoles, 9 de julio de 2008

Escribir cuentos


A Luís Orlandini, hombre soberbio.

Todos asistieron esa noche a presenciar lo que inicialmente se planteó como un recital. Yo tenía cita con una estudiante a la cual le gustaba el placer de una canción y la estremecían las buenas tonadas. Como es mi costumbre, llegué retardado y un poco nervioso. Pensé que era un encuentro inusual al que no debía asistir. Sin embargo, después de meditarlo sentando en una de las bancas del parque Bolívar, y tomando el último tinto de la noche, me convencí y bajé por toda la carrera tercera hasta estar frente a ella. Llevaba una extraña ropa y su cuerpo expelía un perfume que provocaba deseos de un abrazo para contagiarse. Recordé las tácticas y las estrategias del maestro Benedetti, pero opté por mis propias tácticas y por eso resulté caminando hilado por su blusa. Convencida de que teníamos que subir para llegar al Conservatorio, me invitó a caminar despacio, dándose cuenta de todo cuanto había alrededor.
De repente nos encontrábamos sentados en un muro adyacente a la pileta del parque Bolívar. El busto del mártir, muy bien cuidado, parecía que tuviese ganas de hablar. Pero más ganas tenía ella de entrar a su desdoblamiento y yo, a mi secuestro. Empalagado por la angustia, la miraba de reojo. Hablamos de música, de todo cuanto ritmo nos hiciera perecidos, homólogos, extrañamente iguales.
Llegó el momento de ingresar al conservatorio que estaba a dos cuadras de allí.
Dos cuadras eternas.
Más largas que todas las cuadras.
Por fin sentados.
Desanimados por la codicia de tener uno de los puestos más cercanos al maestro de la guitarra y tener que verlo desde atrás.
Desde los puestos donde por suerte es más fácil dormir sin que la gente lo advierta. Después de todo nadie mira hacia atrás, porque el artista no es uno (milagrosamente). El ambiente era agradable. Toda la sala besada por el perfume inicial de la mujer que me acompañaba. Como el olor que expelen las manzanas cuando las toca la mano de la primavera. Algunos residuos de cigarrillo abotonando las camisas de los jóvenes que sin darse cuenta iban envenenándose y cometiendo el crimen de dañar a los otros. De repente la voz anunciadora se tendió sobre el público. Nos inundó de nervios (que aún tienen cicatrices). Dijo que el maestro provenía de Chile, que había estado en varios países europeos, que hacía parte de importantes grupos de música en su país, pero omitió un detalle. Nunca dijo que íbamos a verlo seduciendo a una mujer la cual se dormía hipnotizada en sus brazos y piernas.
Tampoco nos advirtió que la desnudaría frente al auditorio.
Al fin estaba delante de todos.
La gente (y yo sin comprenderlo) nos levantamos.
Parecía como si levitaran de la emoción.
Por las manos les corrían grillos y zumbaban con la excitación de la abeja reina.
No dijo palabra.
Pero debió decirlo todo.
Se acercó a ella.
La tomó por sus partes nobles. La apretó.
Era suya.
La miraba y la volvía a mirar.
Ella a cambio le guardaba respeto y un profundo silencio, que pronto iba a romper cuando inició su quejido mortal. Sabía que sería su muerte. Que cuando él pasara sus dedos largos y menudos por su vientre musical el acto estaría consumado. Ambos no tendrían vida.La temperatura de Orlandini, empezó a trepar a su rostro, que fue congelándose y volviéndose pálido como si una vela le hiciera los colores, pero con llama de un atardecer donde el sol tiene más rabia porque sabe que morirá. Los dedos caminaban por los lacios cabellos de la mujer entre las piernas. Ella estaba quieta. Sólo sonreía. Sentía dolor, pero el placer la torturaba. Él no parecía sentir dolor. Al contrario, estaba muy emocionado. La acariciaba una y otra vez. Desde la silla y con la mano apoyaba en mi mentón empecé a sentir celos de aquel hombre al cual las reglas no lo disminuían pero sí lo hacían grande. Cuántos deseos de realizar su acto con alguna mujer de paso en un bus urbano. ¿Si él lo hacía delante de nosotros, por qué no hacerlo detrás de una cascada donde los gritos se confundan con el sonido del agua al caer? Él tenía poder. La seguía acariciando. Esta vez ella gritaba, pero no aturdía. Le salían tonadas desde el vientre. Terminó....
Los suspiros acumulados de las personas salieron de la cueva de la timidez y del respeto. Eran libres las manos, parecían olas chocando unas con otras, produciendo lo que para él era un gesto de agradecimiento. Pero no la soltaba. La tuvo siempre consigo. Hizo la venia y retornó al asiento. Volvió a ignorarnos. Volvió a sus labios. Volvió a su pubis hecho de música. Hablaban bajito. Él le mostraba una sonrisa seductora que ella entendía perfectamente.Su cabeza era una nube desprendiéndose en el viento de una furiosa excitación que terminó con seis orgasmos. Y ella sonreía (lo juro) sonreía con la voz. Decía palabras alegres que cabalgaban en el salón y volvían a ellos. Era su secreto compartido con nosotros. Era su acto de amor. Amor del que nosotros fuimos cómplices. Amor que celebramos con aplausos.Nunca hubo moralismos, por fortuna no estaban esos viejos anacrónicos que se jactan de valores y de éticas comerciales y vanas. Allí todos comprendimos que era sacro. Que sus besos y la tortura a la que él sometió a su pobre guitarra, húmeda y vencida, no era para denunciar ni para hacer reclamo alguno.
La mató.
Se mató.
Nos matamos.

martes, 8 de julio de 2008

Escribir poesía

POEMA BREVE


A Jenniffer Carvajal Campos

El amor tiene 17 años
Nacen tus besos como la luz de enero
son pestañas que se humedecen en mi boca
o simplemente partes de un barco enamorado.

Esa hora de vértigo en que trepo a tus labios
tiene color de llama.

Erizado y sonámbulo busco tus besos
como si se extraviaran en el mar de tu rostro.

Hago versos entorno de tus mejillas tempranas,
y tacho, enmaraño, corrijo las palabras
que a veces suenan simples, o simplemente
un beso y sobran palabras.